Don Imperio 2/3
04.10.06 @ 16:30:00. Archivado en Cuento
Desde aquél día la cabrita Blanquinegra no solamente impedía que sus hermanas se salieran del prado colindante con el bosque, sino que las incitaba a comer para que se pusieran repletitas al gusto del señor lobo Don Imperio.
Mientras tanto, ella se fue enterando por las ovejas, carneros y otros pequeños rumiantes que se acercaban por su prado, y a los que sólo les permitía pastar a cambio de información económica, cuáles eran las tierras lejanas en las que una sabia banquera como ella podría comprar prados sabrosos que no carecieran de pasto jamás.
Los pequeños rumiantes se sacaban de la memoria mitológica de su raza los nombres más apetitosos y sonoros que sus padres les habían mentado para mitigar la aspereza de las privaciones presentes; unos decían: Mamérica, tierra madre de todos los goces; otros: Suicia, que es el país más limpio de Ropa, donde nadie vive en cueros por temor de ponerse sucio como sus míseros antepasados; otros: Intrusia, estado de creación reciente cuyo estatuto prohibe la salida de sus ciudadanos, por temor a que una vez salidos algún intruso del exterior venga a quitarles el sitio a los nativos.
Sumamente ocupada cotejando informaciones e incitando a comer a sus hermanas, la sabia cabrita banquera llegó a quedarse tan escuálida, que el lobo Don Imperio le decía mientras la pagaba por sus servicios:
—Eres tan buena administradora, que olvidas lo sabrosa que está para ti la hierba que pisas; tu valía me ha dado la idea de traerme otras cabras de prados muy lejanos de éste que tú me administras, para poder entrever mi retiro con la tranquilidad que se merece un trabajador de toda la vida como yo.
La cabrita Blanquinegra, que aunque convertida en banquera por el lobo no había cambiado su naturaleza de rumiante por la de cazadora, sintió surgir en su corazón un violento surtidor de crítica:
—Señor Don Imperio, querrá usted decir un cazador de toda la vida, más bien que un trabajador.
El lobo, nada herido en su amor propio, sino más bien adulado en su axiología ancestral, respondió indolentemente a su banquera Blanquinegra:
—Mira, intelectual de mierda, tú te pasas la vida rumiando lo que comes, mientras que yo y los de mi raza nos la pasamos persiguiendo enemigos, matándolos y comiéndolos.
La cabrita blanquinegra, poco satisfecha con la axiología del lobo Don Imperio, le replicó:
—¿Pero qué enemigos, señor?
El lobo, poniendo una cara de cíclope en ayunas que saborea la idea de un aperitivo variado, le largó su fundamental evidencia axiológica:
—Es enemigo mío todo ser vivo que puede transformarse en mi comida; así, por ejemplo, usted misma, si no cuento con otro plato, es mi enemiga a partir del momento que yo sienta hambre.
Para la pobre cabrita Blanquinegra aquella conversación con su terrible patrón el lobo Don Imperio le sirvió de psicoterapia. En el instante mismo recobró la pureza de sus presupuestos fundamentales de rumiante y se puso a pensar en la revolución que podría organizar en colaboración con la turba inmensa de hermanos y hermanas que el lobo Don Imperio iba a concentrar bajo su autoridad.
Aquella misma noche se reunió con sus hermanas Blanca y Negra, que la oyeron con miedo, más que con simpatía.
—Tiene que ser una revolución intelectual de auténticos rumiantes la que organicemos para liberarnos de la dictadura de este horrible carnicero que nos tiene esclavizadas. En cuanto lleguen aquí nuestros hermanos y hermanas concentrados por el lobo con nosotras, vamos a comenzar la revolución más fundamental de la historia.
—¿Por qué fundamental?, se atrevió a preguntar tímidamente la cabrita Negra.
—Porque vamos a trasformar los principios mismos de la moral dominante en el mundo hasta ahora.
—¿Qué principios son ésos, sabia banquera?
La cabrita Blanquinegra se quedó mirando a la cabrita Blanca, con un enorme goterón de lágrimas en sus ojos purificados de rumiante:
—Los principios del cazador carnívoro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario