miércoles, septiembre 02, 2009

Javier y Masiá, el mismo deseo por trascender fronteras 1/2

Javier y Masiá, el mismo deseo por trascender fronteras 1/2



Creada por un viajero infatigable, la Compañía de Jesús es, en su origen, misionera.


Al igual que en Ignacio de Loyola, en Francisco Javier y en Juan Masiá hay un gran deseo por trascender fronteras, una universalidad añorada y deseada tanto por el hombre inquieto del siglo XVI como por el incansable universitario dialogante de nuestro cambio de siglo, a quien le ha sido impartida por sus superiores jesuitas la difícil misión de asesorar desde sus cátedras japonesas y española a la generación insatisfecha de los "tiempos confusos".


Javier como Masiá son dos jesuitas universitarios españoles que emprenden la aventura misionera japonesa con un talante comparable. Cabe invocar para ambos la analogía de proporción entre sus generales respectivos, máximos valedores de sus empresas misioneras: el de Javier fue Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía, mientras que el de Masiá fue Pedro Arrupe, el actualizador posconciliar del carisma universalista ignaciano. Ni el uno ni el otro son conquistadores en sotana que sólo piensan en convertir masas de infieles, sino que son humanistas cristianos, imbuidos del universlismo ignaciano, que anhelan el conocimiento y persiguen un diálogo a escala humana.


La manera en que estos dos misioneros universitarios afrontan las mentalidades del Extremo Oriente, es en busca de otros rostros, en busca de seres dialogantes, con preguntas y respuestas, y sin que ningún ejército ni autoridad dotada de fuerza se mezcle en su empresa misionera. Al término del viaje del uno y del otro se halla la evangelización, pero no por vías impositivas, sino sobre la base del conocimiento y del intercambio cultural, cuyo horizonte no dejará nunca de ser el ansiado universalismo de los valores comunes a todos los seres humanos.



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San Francisco Javier
de la Compañía de Jesús
La otra orilla de la fe

por Fernando García de Cortázar, SJ (1)


Uno de los hechos capitales de la historia europea es el descubrimiento de Oriente, palabra espléndida que abarca tantas y famosas historias. Herodoto, Alejandro de Macedonia, Marco Polo, Vasco de Gama, Las mil y una noches y Kipling son diversas etapas de esta aventura. Otra es la escrita por el misionero que en 1549 entra a bordo de un junco chino en el pequeño puerto de Kagoshima, la más meridional de las islas del archipiélago japonés, y que poco antes ha redactado estas palabras al Rey de Portugal: «Yo, Señor, porque sé lo que acá pasa, ninguna esperanza tengo que se han de cumplir en la India mandatos ni provisiones que, a favor de la cristiandad, ha de mandar, y por eso casi voy huyendo para Japón, por no perder más tiempo del pasado».


Este misionero que mira al misterioso Japón, donde anhela encontrar un ambiente esperanzador para su apostolado, había nacido en Navarra el siete de abril de 1506, año que se extinguía la vida de Cristóbal Colón. Su infancia y primera juventud, transcurridas en el castillo de Javier, coinciden con una época turbulenta de cambios para el reino de Navarra, que vive los últimos estertores de su independencia y los iniciales de su incorporación a un nuevo proyecto político bajo Fernando el Católico, primero, y los Austrias, después.


Tiempo de hidalgos y soldados de fortuna, de pícaros y místicos, el mundo al que abre los ojos Francisco Javier es un mundo cambiante en el que el aventurero ensancha los horizontes conocidos y el poeta anuncia al guerrero la edad gloriosa de un monarca, un imperio y una espada. Herencias, matrimonios, disparos de arcabuz y conquistas coloniales ponen a los Austrias en posición de restablecer en beneficio propio y con centro en Castilla el Sacro Imperio, hecho que no podían tolerar ni los Valois ni los Tudor ni el Papa, y contra el que se sublevarán los príncipes protestantes de Alemania. Cuando a los diecinueve años, el santo navarro parte para París, donde unos buenos estudios no pueden sino augurarle la atribución de un importante beneficio eclesiástico en la diócesis de Pamplona, reinan ya Carlos V y Francisco I y la guerra se ha instalado en el viejo continente.


Las resonantes victorias de los tercios españoles o las conquistas de los imperios ultramarinos por Cortés y Pizarro, que harán de Sevilla la reina del Atlántico, ya están ahí, del mismo modo que ya están ahí los representantes de una Europa que, enraizada en la tradición cristiana, da el paso hacia la Edad Moderna. Copérnico ha revelado que los descubridores tan sólo son los pasajeros de uno de los barcos de una flota innumerable. Maquiavelo ha soñado a su príncipe. Tras Erasmo, que se ha liberado de los hábitos agustinos, toda una pléyade de eruditos proclama que el estudio de las letras antiguas hará al hombre más consciente de sí mismo, más civilizado y más humano.


El período de los estudios de Javier en París -once años en total-, que le proporcionarán su formación académica universitaria, coincide también con el auge de Lutero y Calvino, de Tomás Moro, Canciller de Inglaterra, y Francisco de Vitoria y de otros grandes humanistas como el valenciano Luis Vives y el habitual de los lupanares y fraile retirado, el francés Rabelais, que al imaginar a su majestad Pantagruel, rey de la comida y del vino, da al mundo una de las grandes invenciones del espíritu moderno, algo que ni Homero ni Virgilio ni Ariosto habían conocido y que no es la risa, ni la burla, ni la sátira, sino un aspecto particular de lo cómico que convierte en ambiguo todo lo que toca, el humor.


En este clima intelectual que exalta la iniciativa individual y el ideal cristiano militante en el ámbito de la cultura y la sociedad política, en el efervescente París de Francisco I, feria de humanidades donde las disputas de las escuelas se alternan con el fuego de las hogueras, es donde Javier cobra plena conciencia de su identidad creyente y donde se une a la cohorte de piadosos rebeldes y teólogos vagabundos que rodea a Ignacio de Loyola. Desde entonces, sus pasos, siempre dentro de la Compañía de Jesús, y respondiendo a la solicitud de Juan III, Rey de Portugal, toman la ruta de Oriente.


En la era de los descubrimientos, un religioso podía ser Simbad. Francisco Javier no se limitó a ser un espectador privilegiado de su tiempo. Fue protagonista de él. Mientras sus compañeros terminan de
construir la Compañía, convierten a Ignacio en su jefe institucional, polemizan en Trento y fundan sus primeros colegios, él se transforma en un Ulises de la fe y viaja zarandeado por los mares, del Cabo de Buena Esperanza a Mozambique y de la Costa de los Piratas a Goa y las Molucas. Recubierto con el título de nuncio apostólico, pero vestido con una sotana zurcida, recorre el sudeste asiático predicando en una jerga hecha de su extraño portugués y de uno u otro de los innumerables idiomas que se hablan en la India y Malasia, consagrado a una soledad que queda rota por la comprometedora protección de los hombres armados del Rey Juan III.


Creada por un viajero infatigable, la Compañía de Jesús es, en su origen, misionera. Al igual que en Ignacio de Loyola, en Francisco Javier hay un gran deseo por trascender fronteras, una universalidad añorada y deseada por el hombre inquieto del siglo XVI. Con su empresa oriental, el aventurero navarro representa el abrazo de dos orillas distantes, dos continentes hasta entonces aislados e incomunicados, Europa, patria de navegantes y conquistadores, y Asia, una de esas extensiones que los cartógrafos de la época señalaban con "hic sunt leones" (aquí hay leones). Pero si de su epopeya apostólica he destacado la anónima entrada que protagoniza en el puerto de Kagoshima es porque el Francisco Javier que emprende la aventura japonesa ya no es el conquistador en sotana que sólo piensa en convertir masas de infieles («hay tardes en que me duele el brazo») sino el humanista cristiano que anhela el conocimiento y persigue un diálogo a escala humana.


Es en busca de otro rostro, en busca de un ser dialogante, con preguntas y respuestas, y sin que ningún ejército ni autoridad dotada de fuerza se mezcle en su nueva empresa, la manera en que el recolector de almas indias afronta los mares del Extremo Oriente. Al término del viaje, claro está, se halla siempre la evangelización, pero a partir de ahora sobre la base del conocimiento y del intercambio cultural. Como si Colón, percatándose de su error a la vista de las islas del Caribe, hubiese desandado su camino y se hubiese dirigido al verdadero Oriente, así este misionero español, que escribe: «Los japoneses escriben muy diferente de los demás pueblos, pues comienzan en la parte superior de la página y bajan derecho hacia abajo. Preguntando yo por qué no escribían como nosotros, me respondieron: ¿por qué más bien vosotros no escribís al modo nuestro? Porque así como el hombre tiene la cabeza en lo alto y los pies en lo bajo, así, también, debería escribir derecho de arriba abajo».


Sospechaba Borges que la historia, la verdadera historia, que es ajena al influjo de las superproducciones cinematográficas, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió el alcance de la Crucifixión, aunque la registra su libro. Cien años, y con mayor razón quinientos, aparecen bajo nuestra mirada como una unidad de tiempo evocadora y suficiente para volver la vista atrás y dejar hablar otras fechas y aventuras que han venido construyendo el ancho mundo que habitamos. No el día en que el paternalista Bartolomé de las Casas, compadecido de los indios que se extenuaban en los infiernos de las minas de oro antillanas y a los que evangeliza a la sombra del conquistador, propuso al Emperador Carlos V la importación de esclavos negros a América, sino aquel otro día en que un religioso español venido de Lisboa conversa de lo divino y de lo humano con un viejo y sabio japonés de Yamaguchi, marca una fecha histórica. Una jornada que señala una doble revolución: del sistema de conversión en masa al diálogo con el otro y del rechazo cultural al intercambio que supera y trasciende la barrera de las sangres y las naciones.


Diríamos que este misionero jesuita que anhela fijar un puente entre el hombre del Renacimiento definido por Erasmo y aquellos hombres diferentes que «escriben de arriba abajo» y que tienen, para hacerlo así, «tan buenas razones», anticipa a los trotamundos ilustrados del siglo XVIII? La respuesta aguarda la celebración de un sí no suficientemente evocado, pues el camino iniciado por Francisco Javier, muerto en una pequeña isla mientras oteaba el horizonte del imperio chino, ha vuelto a ser pisado y recorrido una y otra vez. Todo su legado forma parte de la mejor historia viajera de España, que ha impregnado al resto de la humanidad de ideas y valores y que con sus personajes y sus obras ha enriquecido el patrimonio universal y sin cuya aportación nuestro mundo no sería el mismo.


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(1) Fuente: Este artículo de Fernando García de Cortázar apareció en ABC el 3 de diciembre de 2005.


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