lunes, marzo 26, 2007

Por una Europa mundialista

Por una Europa mundialista

Permalink 26.03.07 @ 21:36:00. Archivado en Europa, Sociogenética, Ética, Pro justitia et libertate

La "Amistad Europea Universitaria" profesa desde su nacimiento en 1961 un europeísmo mundialista, lo cual explica que su nombre completo indique su finalidad mediante la frase subordinada: "por y para la Amistad mundial".

El mundialismo, expresado mediante esta frase subordinada, es un amor indiscriminado, a escala mundial, de la humanidad y del mundo que la sustenta.

El amor es indiscriminado cuando no da trato de inferioridad ni a personas ni a colectividades por motivos raciales, religiosos, políticos, etc. (DRAE). En cuanto tal se opone al amor discriminado (insoportable paradoja), cuyo ejemplo más flagrante lo encontramos en las llamadas, con desdén, "relaciones paternalistas". Como cualquier otra relación humana, el amor es discriminado cuando "Da trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc" (DRAE). Éste es, por desgracia, el tipo de relación histórica que la mayor parte de los colonizadores han mantenido con los países colonizados y con sus pobres gentes.

En contraposición con el racismo, el nacionalismo, el patriotismo, el regionalismo o cualquier otro tipo de localismo o segregacionismo, el mundialismo rechaza la idea de que una persona sea más digna que otra por haber nacido en un determinado lugar del mundo o por pertenecer a un determinado grupo étnico, social, cultural o religioso, etc. En lugar de estos apoyos puramente circunstanciales, la dignidad de cada persona se funda en que todo ser humano conlleva en sí mismo como ser racional, libre y responsable una dignidad única e inalienable que puede y debe ser plasmada socialmente en forma de obligaciones y de derechos que le permitan realizar plenamente su condición humana en cualquier parte del mundo.

Históricamente este valor ético fue introducido en el mundo, sin ninguna restricción, por el ejemplo y las enseñanzas de Jesucristo, que nos consideró a todos como hijos de Dios, lo cual explica que en ocasiones, para defender las ideas mundialistas auténticamente cristianas frente a su adulteración oportunista, se plasmen frases como: "Dios creó el mundo sin fronteras y el hombre lo llenó de fronteras, banderas e himnos", o "Mi patria no pertenece a mis compatriotas sino a la Humanidad cual Dios la creó".

El mundialista no siente desprecio ni odio por la patria propia o por el lugar o grupo donde ha nacido o reside. Lo que le ocurre es que su aprecio y su amor de los suyos no se agota en ellos, sino que los sobrepasa, porque cree que la mejor forma de apreciarlos, amarlos y conseguir su prosperidad, en la patria chica en que viven, es consiguiendo aprecio, amor y prosperidad en el mundo, que es la patria grande de todos, de forma que la patria chica será apreciada, amada y próspera si el mundo lo es. Esta ambición e intención activa de arreglar el mundo como la única manera justa y completa de arreglar los problemas individuales, grupales o locales es la que hace que los objetivos del mundialismo sean muy difíciles de alcanzar si se mantiene una visión individualista o localista de la sociedad humana.

Muchos mundialistas se llaman a sí mismos "ciudadanos del mundo" (Wikipedia).

Entre los numerosos artículos que han aparecido estos días sobre el objetivo que ha de movilizarnos a los europeos como característico de nuestra renovada identidad europea, me ha parecido que el que mejor expresa este objetivo lo ha escrito nuestro colega portugués Álvaro Vasconcelos, justamente porque defiende las tesis mundialistas que nosotros defendemos: "Muchos europeos se preguntan cuál es hoy -cuál debe ser- el nuevo gran designio de la construcción europea... el gran objetivo de la Unión, hoy, debe ser el de la Europa mundo. Para cumplirlo, tiene que vencer una nueva xenofobia: la del nacionalismo identitario... La nueva etapa de la construcción europea pasa precisamente por la necesidad de profundizar en la diversidad, haciendo de todos los que aquí viven ciudadanos de pleno derecho, independientemente de sus creencias religiosas, culturas o tradiciones. Sólo siendo mundo podrá la Unión seguir siendo Europa... Para concretar tal designio, con todo, hay que vencer el nacionalismo identitario que corrompe las democracias europeas... En la era de la globalización, al combate contra la "nueva" xenofobia no puede dejar de dársele la más alta prioridad... A sus cincuenta años, contemplando su propio futuro, la Unión no tiene apenas que reafirmar los valores fundamentales que la cimientan, sino darles sobre todo una traducción práctica con la aprobación de una carta europea contra la xenofobia y el racismo, capaz de sancionar a los prevaricadores. Además, la Unión tiene que promover en su actuación internacional exactamente los mismos valores que defiende y aplica en su ordenamiento interno... Tiene que ser una activa promotora de un civismo planetario"

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Una Europa mundo
por Álvaro VASCONCELOS
director del Instituto de Estudios Estratégicos e Internacionales de Portugal.
Traducción de Carlos Gumpert.
25/03/2007

La nueva etapa de la construcción europea pasa por la necesidad de profundizar en la diversidad

La Comunidad Europea hizo impensables las guerras fratricidas europeas, y gracias a su progresiva expansión extendió el espacio democrático casi hasta la propia dimensión del continente: el gran objetivo de la Unión, hoy, debe ser el de la Europa mundo. Para cumplirlo, tiene que vencer una nueva xenofobia: la del nacionalismo identitario.

Muchos europeos se preguntan cuál es hoy -cuál debe ser- el nuevo gran designio de la construcción europea. Para sus fundadores, con la memoria viva de las terribles guerras fratricidas, la paz perpetua entre los Estados europeos era la razón de ser primordial de la Comunidad. El nacionalismo, el gran enemigo de las sociedades abiertas, quedó deslegitimado por las decenas de millones de muertos en las dos guerras mundiales, en tanto que europeas, en el horror de la barbarie del nacionalismo extremista y del holocausto. Los que vinieron después, casi intuitivamente y a veces sin gran entusiasmo, hicieron de la democratización del continente, por los caminos de la inclusión y del ensanchamiento, un proyecto sin paralelo en la historia.
Ambas vías demostraron tener éxito en sus objetivos, más allá de cualquier quimera visionaria. La guerra entre los enemigos de ayer se volvió impensable. Hoy, la Unión está a punto de coincidir con el continente europeo y se celebran elecciones libres desde Portugal hasta las fronteras de Rusia. Más de 600 millones de europeos viven en democracia.

Cuando la Unión cumple cincuenta años y los mercados experimentan un proceso de mundialización, es bueno recordar que el doux commerce nunca fue una finalidad, ni mucho menos una ideología, sino un mero instrumento. Para la Unión Europea, más que para cualquier Estado, lo interior coincide con lo exterior. Su poder de atracción se deriva principalmente de haber construido para los europeos un espacio supranacional de unidad en la diversidad. Es ese modelo europeo de asociación de Estados, una construcción asentada en los valores fundamentales y en la solidaridad, lo que el mundo admira.

La nueva etapa de la construcción europea pasa precisamente por la necesidad de profundizar en la diversidad, haciendo de todos los que aquí viven ciudadanos de pleno derecho, independientemente de sus creencias religiosas, culturas o tradiciones. Sólo siendo mundo podrá la Unión seguir siendo Europa. La Constitución fue un paso importante para mantener desterradas las definiciones culturales y religiosas de la identidad europea, que algunos, en vista del impasse actual, intentan imponer de nuevo. Acoger a Turquía cuando allí se consolide la democracia es un test decisivo que significará una auténtica prueba, ante los ojos de los países de mayoría musulmana, de que la Unión no es un club de civilizaciones sino que es de facto mundo. Para concretar tal designio, con todo, hay que vencer el nacionalismo identitario que corrompe las democracias europeas.

Hoy, el nacionalismo identitario y la intolerancia asumen formas insidiosas. Atributos ayer de la extrema derecha tradicional, están corrompiendo hoy a algunos partidos democráticos.

Europa ha vivido, en los últimos años, una fase de acentuada transformación: las grandes ciudades se han vuelto mucho más cosmopolitas, y el Islam es una gran religión europea, que tiene en la Unión muchos millones de practicantes. Esa fuerte diversidad supone una enorme riqueza, que contribuye a que se produzca una identificación con la Unión en muchos lugares del mundo. Frente a este cambio inexorable, ha surgido la oposición de algunos sectores de la sociedad europea, principalmente en momentos de crisis social, políticamente explotados por corrientes populistas. Los inmigrantes se ven señalados como una amenaza para la identidad nacional y el rechazo hacia el otro se trivializa.

El culturalismo, al identificar la democracia con una determinada religión y una cultura, en la que procura situar razonadamente su origen, y al negar su compatibilidad con otras, principalmente el Islam, se erige como paradigma para explicar divergencias y conflictos; y precisamente quienes niegan su fundamento a la tesis tan en boga del "choque de civilizaciones", ven en ello la explicación plausible de la fractura social que se manifiesta en tantas ciudades europeas.

En la era de la globalización, al combate contra la "nueva" xenofobia no puede dejar de dársele la más alta prioridad. En primer lugar, hay que dejar definitivamente de ver en la inmigración un problema -¡y mucho menos un riesgo para la seguridad!-, y hacer de los inmigrantes ciudadanos, y de sus descendientes, actores plenos de la construcción de la acción internacional de la Unión. Hay que aplicar el concepto de hospitalidad tal y como lo definió Jacques Derrida, que considera que cada persona forma parte de la misma casa humana y debe ser respetada como tal, y reconoce después al Otro, no como diferente, sino como intrínsecamente igual.

A sus cincuenta años, contemplando su propio futuro, la Unión no tiene apenas que reafirmar los valores fundamentales que la cimientan, sino darles sobre todo una traducción práctica con la aprobación de una carta europea contra la xenofobia y el racismo, capaz de sancionar a los prevaricadores. Además, la Unión tiene que promover en su actuación internacional exactamente los mismos valores que defiende y aplica en su ordenamiento interno. Es la propuesta de una actuación internacional regida por los valores y no por una política de gran potencia lo que hace de la Unión un "bien público internacional", en feliz expresión de Celso Lafer. Pero para eso la Unión tiene que intervenir decisivamente en los grandes problemas mundiales -desde la guerra y la opresión hasta la pobreza o el cambio climático-. Tiene que ser una activa promotora de un civismo planetario, de esa propuesta de "sociedad mundo" de la que habla Edgar Morin.

Esta orientación debe materializarse antes que nada en su relación con sus vecinos, los del Mediterráneo y los del Este, a quienes la Unión debe extender la lógica de inclusión, poniendo el énfasis, como hizo en fases anteriores, en los objetivos de la democracia y de la cohesión social, empleando el libre mercado como un instrumento y nunca como un fin. Debe significar, también, una intervención decisiva para acabar con el genocidio de Darfur, para derrotar allí la manifestación más extrema del nacionalismo identitario que, después de las tragedias de Bosnia y de Ruanda, la comunidad internacional afirmó que "nunca más" volvería a tolerar.

En definitiva, mirando hacia el futuro, y en estos tiempos de conmemoración, la Unión debe hacer de la Europa mundo su nuevo gran proyecto, que tiene en el combate contra la intolerancia y contra el racismo, en la adhesión de Turquía y en la inclusión de los países vecinos sus próximas grandes etapas.