sábado, mayo 14, 2011

Jose María Castillo, teólogo de la humanización de Dios

 

"Cuando la teología afirma que Jesús es la encarnación de Dios, lo que en realidad está diciendo es que Jesús es la humanización de Dios. Por eso el "Señor de la Gloria", tal como se humanizó en Jesús, pudo decir y dejó como sentencia la afirmación decisiva: "Lo que hicisteis por uno de éstos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 31-46). En esa sentencia definitiva, ya no se tendrá en cuenta ni la fe, ni la religión. Sólo quedará en pie lo humano, lo que cada ser humano haya hecho con los demás seres humanos.
La consecuencia que, en sana lógica, se sigue de lo que acabo de decir es que el proyecto cristiano no puede ser un proyecto religioso o sagrado de divinización, sino un proyecto profano y laico de humanización. Dios no se encarnó en lo sagrado y sus privilegios, ni en lo religioso y sus poderes. Dios se ha fundido con lo humano. Por tanto, a Dios lo encontramos, ante todo, en lo profano, en lo laico, en lo secular, en lo que es común a todos los humanos y lo que nos une a los demás seres humanos, sean cuales sean sus creencias y sus tradiciones religiosas. Porque lo determinante, para encontrar a Dios, no es la fe, sino la ética, que se traduce en respeto, tolerancia, estima y misericordia."
José María Castillo, 1) Hablar de Dios en la Universidad. 2. Pensar al Trascendente desde la inmanencia. 3. El futuro de la Iglesia y de la teología, Lección pública durante el acto de Investidura como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Granada, 13/05/2011.
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Como hoy comparto la alegría de quienes consideramos a José María Castillo como nuestro hermano mayor en la fe, en múltiples ocasiones he compartido su pena al contemplar los dolores que provocaba en nuestra Iglesia la confiscación de la corresponsalidad eclesial, en perjuicio tanto de los fieles como de sus ministros.
Reproduzco a continuación uno de los múltiples artículos en los que he expresado nuestro dolor compartido.
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Nos duele nuestra Iglesia
Salvador García Bardón
03.09.07 | 12:25.
Confieso que me ha costado mucho el decidirme a escribir y a publicar este artículo. He dudado, al ponerle título, entre el singular y el plural del pronombre personal y del adjetivo posesivo. Mi primer impulso fue el poner ambas funciones gramaticales en primera persona del singular, pero al llegar a mis manos el artículo de mi colega y amigo José María Castillo, decidí optar por el plural, porque pensé inmediatamente que la mejor manera de expresar mi dolor era el asociarme al suyo, ofreciendo como plato fuerte de nuestra reflexión común su artículo, reservándome yo la tarea de modesto introductor de un portavoz teológico más calificado y casi diez años mayor que yo mismo.
José María Castillo y yo tenemos en común el que ambos llevamos en nuestro corazón a nuestros hermanos jesuitas, habiendo solicitado nuestra salida de la Compañía para afrontar en plena libertad personal tareas de investigación y enseñanza, para las que deseábamos asumir nuestra total responsabilidad sin comprometer en nada a nuestra Orden. En su caso, como teólogo, se trata de opciones teológicas. En el mío, como filósofo y lingüista, se trata de opciones antropológicas y éticas. En ambos casos reconocemos nuestra inmensa deuda a la Compañía, que nos formó y nos confió misiones de gran prestigio intelectual siendo aún muy jóvenes. La diferencia entre su trayectoria y la mía es que él perseveró dentro de la Compañía hasta los setenta y ocho años, mientras que yo abandoné la Compañía y España poco antes de cumplir los veinticinco. En ninguno de los dos casos hemos abandonado la Iglesia católica, sino que el uno y el otro hemos seguido trabajando como investigadores y profesores en su seno: él en la facultad de Teología de Granada y yo en la Universidad católica de Lovaina. Creo que tanto sus colegas, alumnos y amigos como los míos pueden testimoniar de nuestra lealtad y de nuestro sincero amor a nuestra Iglesia en las múltiples tareas que hemos emprendido a su servicio.
Ahora bien, el uno y el otro observamos que algunos miembros de la jerarquía católica española actual están provocando el desconcierto entre los fieles, que no comprenden, a pesar de su más que probada buena fe, el estilo sorprendentemente autoritario de algunas de las decisiones disciplinarias y pastorales que les conciernen. Tanto el uno como el otro constatamos como razón de este desconcierto de los fieles el que la concepción y el ejercicio de la autoridad de estos jerarcas está en franca contradicción con la manera de funcionar la autoridad en la iglesia primitiva, manera que inspiró a los padres conciliares de Vaticano II las reformas introducidas por este Concilio.
Una imagen reciente del primado de España, oficiando ordenaciones sacerdotales en Italia, hace unos días, revestido de ropajes del pasado, considerados hoy como litúrgicamente inadecuados, por no decir reaccionarios, parece ilustrar emblemáticamente la peligrosa vuelta a un pasado preconciliar de distante autoritarismo y vanidad clerical que creíamos superado.
Para que no se nos pueda malinterpretar, atribuyéndonos generalizaciones indebidas, precisaremos que nos estamos refiriendo por el momento a hechos sintomátios muy precisos, pero que, por su extrema gravedad, merecen la puesta a punto de un diagnóstico urgente y de un tratamiento eficaz, para evitar que el mal descubierto produzca metástesis generalizadas.
Tanto el diagnóstico del mal como su tratamiento eficaz, que propone como teólogo José Mª Castillo, cuentan con el apoyo del concilio Vaticano II, que ha visto en la Iglesia primitiva el modelo de autoridad que había que restablecer en la Iglesia contemporanea. He aquí en palabras de José Mª Castillo lo esencial de este diagnóstico y de este tratamiento.
"En la Iglesia primitiva, los obispos no habían acaparado todo el poder, como ocurre ahora. El centro de la Iglesia no estaba en el clero, sino en la comunidad de los fieles. Por eso los feligreses no eran la clientela de los clérigos. Todos los cristianos se sentían responsables y participaban en la toma de decisiones. No aceptaban, sin más, las decisiones que se tomaban sin contar con la comunidad. El valor supremo de aquellos cristianos no era la sumisión, sino la responsabilidad".
José Mª Castillo presenta en el portal Atrio su artículo "El Cura de Albuñol y sus fieles", publicado el 17-8-2007 en El Ideal de Granada, diciendo que es una reflexión teológica sobre cómo funcionaba la autoridad en la iglesia primitiva.
Sociogenéticamente es la manera más correcta de señalar la ruptura de una tradición, mediante la puesta en evidencia del contraste entre su época más auténtica, que es la fundadora, y la época actual, ilustrada por los casos tristemente significativos de Albuñol y de San Carlos Borromeo.
José Mª Castillo nos recuerda a todos, a los católicos como a nuestros amigos cristianos y no cristianos, que tanto en la iglesia cristiana primitiva como en las iglesias que durante muchos siglos fueron fieles a su ejemplo, la autoridad funcionaba con la corresponsabilidad y colegialidad de todo el pueblo de Dios, es decir con la participación de toda la asamblea y no solamente de una de sus partes. Recuérdese que la palabra iglesia viene del latín ecclesia, y esta del griego ekklesía, que signitica asamblea. Estos y no otros son los principios que inspiraron al Vaticano II, principios que están siendo conculcados e incluso sepultados hoy por algunos, con una vuelta a errores de un pasado no lejano de triste memoria.
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EL CURA DE ALBUÑOL Y SUS FIELES
por José M. Castillo

Desconozco los motivos por los que el arzobispo de Granada ha trasladado al párroco de Albuñol a otra parroquia. Como tampoco sé las razones que aducen los feligreses de Albuñol que se han encerrado en la iglesia del pueblo o incluso han hecho una huelga de hambre para impedir que se lleven al cura. No pretendo aquí, por tanto, ni defender ni atacar a nadie. En cualquier caso y sea lo que sea de todo este asunto, el arzobispo de Granada, al trasladar al párroco, no ha hecho sino lo que suelen hacer casi todos los obispos cuando deciden cambiar a sus curas. Es la práctica habitual de la Iglesia con los párrocos, con los sacerdotes en general y también con los obispos. Cada obispo con sus sacerdotes, y más el papa con cualquier clérigo (ya sea cura, obispo o cardenal), pueden quitar y poner, traer y llevar, sin consultar a los interesados ni contar con los fieles cristianos, que se suelen enterar de los cambios y traslados el día que menos lo esperan.
Insisto en que el arzobispo de Granada ha procedido en este caso de acuerdo con las normas que establece el Código de Derecho Canónico. Lo que yo me pregunto es si esta legislación es lo mejor para la Iglesia. Me planteo esta pregunta no sólo por el caso de Albuñol. También me la formulé cuando, hace unos meses, mucha gente protestó en Madrid por la decisión del cardenal Rouco al cerrar la parroquia de san Carlos Borromeo. El problema está en que la Iglesia funciona como una gran empresa en la que sus gestores (los clérigos) son los que mandan, mientras que los fieles no tienen más misión que ser buenos y obedecer. El papa Pío X lo dijo con toda precisión:
“En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y dócilmente seguir a sus pastores” (Enc. Vehementer Nos, 2.II.1906).
En los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia no funcionaba así. Cuando Judas se suicidó, Pedro reunió a la comunidad para nombrar un sustituto y fue la comunidad quien decidió el procedimiento para designar a Matías (Hech. 1, 15-26). Cuando en la comunidad de Jerusalén hubo problemas, se reunieron todos y entre todos eligieron a siete colaboradores para atender a los de origen griego (Hech. 6, 1-6). Algo después, Pablo y Bernabé designaban en las comunidades, por votación a mano alzada (tal es el sentido del verbo griego jeirotonéo), a los presbíteros (Hech. 14, 23; también 2 Cor. 8, 19; Didaché 15, 1; Ignacio de Antioquía, Pol. 7, 2). Esta práctica se mantuvo en los siglos siguientes. A mediados del s. III, Cipriano, obispo de Cartago, escribía a los presbíteros de su diócesis:
“Desde el principio de mi episcopado determiné no tomar ninguna resolución por mi cuenta sin vuestro consejo y el consentimiento de mi pueblo” (Epist. 14, 4).
Es más, esta misma práctica se observaba para el nombramiento de obispos y papas. San León Magno (s. V) lo dijo con precisión:
“El que debe ser puesto a la cabeza de todos, debe ser elegido por todos” (Epist. X, 6).
De forma más tajante, el papa Celestino I estableció la norma (Epist. IV, 5) que en el s. XI vuelve a recoger el Decreto de Graciano:
“No se imponga ningún obispo a quienes no lo aceptan; se debe requerir el consentimiento del clero y del pueblo” (c. 13, D. LXI).
Más aún, cuando en la persecución de Decio (año 250), los obispos de León, Astorga y Mérida no dieron el debido ejemplo de fe, las comunidades de esas diócesis se reunieron y los destituyeron. La situación llegó a ser tan grave, que san Cipriano convocó un concilio en Cartago. Los 37 obispos allí reunidos redactaron un documento que conocemos por la carta 67 de Cipriano. En este documento se dicen tres cosas:
1) el pueblo tiene poder, por derecho divino, para elegir a sus obispos;
2) el pueblo tiene también poder para quitar a los ministros de la Iglesia cuando son indignos;
3) ni el recurso al obispo de Roma debe cambiar la decisión comunitaria cuando tal recurso no se basa en la verdad (Epist. 67, 3, 4 y 5).
La Iglesia era, en aquellos siglos, tan Iglesia de Cristo como la actual. Pero se parecía más a lo que quiso Jesús que lo que se parece la Iglesia que ahora tenemos. Porque, en la Iglesia primitiva, los obispos no habían acaparado todo el poder, como ocurre ahora. El centro de la Iglesia no estaba en el clero, sino en la comunidad de los fieles. Por eso los feligreses no eran la clientela de los clérigos. Todos los cristianos se sentían responsables y participaban en la toma de decisiones. No aceptaban, sin más, las decisiones que se tomaban sin contar con la comunidad. El valor supremo de aquellos cristianos no era la sumisión, sino la responsabilidad.
Sin entrar en los motivos concretos de lo ocurrido en Albuñol o en Vallecas, es evidente que ambos episodios han puesto de manifiesto que en la Iglesia se habla mucho de amor y de comunión, pero lo que importa es afirmar y hacer notar el poder de los obispos, su autoridad intocable y la sumisión a sus decisiones. Por más que eso tenga el elevado coste de la resistencia de algunos, el escándalo de otros y el daño que sufrimos todos. El resultado está a la vista: cada día las iglesias están más vacías, los cristianos más desilusionados y bastantes clérigos desconcertados, sin saber qué hacer. Y según parece, con poco entusiasmo para emprender caminos de renovación y puesta al día. La concentración del poder produce sumisión y orden. La sumisión y el orden generan miedo. Y el miedo, parálisis o incluso marcha atrás.
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