viernes, noviembre 16, 2007

Los derechos humanos de los curas

Los derechos humanos de los curas

Permalink 16.11.07 @ 11:30:30. Archivado en Escritura bloguera, Universidades, Sociogenética, Antropología, Ética, Religiones, Educación, Pro justitia et libertate

Durante mi recién estrenada juventud -yo era casi un adolescente- tuve la suerte de compartir mis primeros años de estudios superiores y universitarios con los seminaristas de la archidiócesis de Granada. Estos seminarisas granadinos tenían el privilegio de disfrutar de la enseñanza de la Facultad de Teología de Cartuja, compartiendo su buena suerte, única en Andalucía, Extremadura, Murcia, Islas Canarias y Castilla la Nueva, con los propios estudiantes teólogos de los padres jesuitas, mucho más maduros y preparados que ellos.

En aquél entonces las aulas de esta Facultad eran las más prestigiosas de la Iglesia española para la mayor parte del territorio español, puesto que en ellas ultimaban su larguísima formación de quince años todos los jesuitas españoles, excepto los dependientes de Castilla-León, del País Vasco y de Cataluña, que tenían sus propias facultades de teología.

Entre las muchas voces humildes y extremadamente discretas de los sacerdotes granadinos que expresan actualmente su incomodidad ante la manera de ejercer la autoridad su Arzobispo, procesado estos días ante la justicia civil, acusado por uno de sus curas universitarios, reconozco las de algunos de mis entrañables compañeros de entonces. Su actitud de discreción y respetuoso silencio ante los desmanes de su Arzobispo, me impulsó a escribir mi artículo "Nos duele nuestra iglesia" del 03.09.07, que concebí como una presentación del artículo "EL CURA DE ALBUÑOL Y SUS FIELES" de mi colega y amigo José M. Castillo.

En ambos artículos, tanto el uno como el otro observábamos que algunos miembros de la jerarquía católica española actual, entre los cuales destaca de manera particularmente notoria el Arzobispo de Granada, están provocando el desconcierto entre los fieles, que no comprenden, a pesar de su más que probada buena fe, el estilo sorprendentemente autoritario de algunas de las decisiones disciplinarias y pastorales que les conciernen. Tanto el uno como el otro constatábamos como razón de este desconcierto de los fieles el que la concepción y el ejercicio de la autoridad de estos jerarcas está en franca contradicción con la manera de funcionar la autoridad en la iglesia primitiva, manera que inspiró a los padres conciliares de Vaticano II las reformas introducidas por este Concilio, hoy completamente olvidadas en las curias de España.

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La Iglesia y los derechos humanos
por José Mª Castillo

12-Noviembre-2007

La editorial Desclée de Brouwer ha publicado recientemente un libro que he preparado con interés y esmero durante varios años. Se titula La Iglesia y los derechos humanos (193 pgs.). Este asunto me ha interesado tanto porque creo que contiene una de las claves que mejor explican muchas de las cosas que están ocurriendo en la sociedad y en la Iglesia.

El hecho es que a estas alturas, cuando han pasado cerca de 60 años de la Declaración de los derechos humanos (10. XII. 1948), la Iglesia católica no ha aceptado los contenidos fundamentales de esa declaración. Y no los ha aceptado ni como Estado (el Estado de la Ciudad del Vaticano), ni en cuanto que es una de las confesiones religiosas más importantes del mundo. Los católicos deben saber que el Vaticano, como Estado asociado a Naciones unidas, no ha firmado todavía ni el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobado en la Asamblea General de la ONU el 16 de diciembre de 1966. Como tampoco ha firmado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado en la ONU en la misma fecha. Con estos dos Pactos la Declaración de 1948 se convirtió en cuerpo legal, obligatorio para los Estados firmantes. Esto quiere decir que la Iglesia católica, como Estado, no ha aceptado aún los derechos humanos, uno de los logros más grandes de la humanidad en el s. XX.

Pero no se trata sólo de eso. Además, la Iglesia tampoco ha admitido los derechos de las personas en su organización interna. Es verdad que la Iglesia se rige por el Código de Derecho Canónico, en el que se habla de derechos y deberes de los fieles. Pero si todo eso se mira desde una mentalidad propiamente jurídica, en realidad es letra muerta. Los juristas insisten en que un derecho es verdaderamente tal cuando su obtención no depende de la buena voluntad de los demás, sino de que el sujeto de ese derecho pueda demandar judicialmente a quien lo incumple. Sólo tiene derecho a algo el que, si se ve privado de aquello a lo que tiene derecho, puede poner una denuncia ante un juzgado, con garantías de obtener éxito en su demanda. Ahora bien, en la Iglesia no existe esto. Porque todo el poder está concentrado en un solo hombre, el papa, cosa que aparece claramente dicha en los cánones 331, 333, 1404 y 1372. La Iglesia católica es la última monarquía absoluta que queda en Europa. Lo cual quiere decir dos cosas:

1) El Estado de la Ciudad del Vaticano no reconoce ni acepta los derechos humanos, por más que los papas, desde Juan XXIII, vengan exhortando a los demás a su fiel cumplimiento.

2) La Iglesia no reconoce derechos, en sentido propio, a su fieles, lo que quiere decir que los católicos somos “creyentes sin papeles”, es decir, si nos vemos agredidos en nuestros derechos por la Institución Eclesiástica y sus autoridades no tenemos ni a dónde ni a quién recurrir para exigir derecho alguno.

Ahora bien, este hecho nos enfrenta a un problema jurídico de primera importancia. Porque esto nos viene a decir, entre otras cosas, que los Estados que tienen su embajada ante el Estado de la Ciudad del Vaticano deben ser conscientes de que mantienen relaciones diplomáticas con un Estado que no es, en sentido propio, un Estado de derecho. Un Estado que, como es patente, no tiene poder económico y militar determinante en las relaciones internacionales, pero que sigue teniendo un poder sobre las conciencias de muchos ciudadanos y, por tanto, un poder ético y mediático que muchos gobiernos siguen considerando de primera importancia. Por eso parece razonable pedir a los estudiosos del derecho internacional y constitucional que presten más atención a los frecuentes problemas que suelen plantear las religiones (concretamente la Iglesia católica) en no pocos asuntos relacionados con el derecho.

Sin embargo, no es esto lo más importante en este asunto. Lo más serio que se plantea a partir de lo dicho es el problema teológico. La creciente importancia que van logrando los derechos humanos en la opinión pública está poniendo en evidencia que la teología católica, especialmente la eclesiología, no ha querido o no ha sabido afrontar el problema quizá más grave y más urgente que tiene planteado en este momento. Se trata del problema de cómo se puede y se debe ejercer el poder en la Iglesia. A la teología católica le ha interesado, durante siglos, quién puede y debe ejercer el poder en la Iglesia. Pero no le ha interesado en la misma medida precisar cómo se debe ejercer ese poder, si es que pensamos este asunto desde el Evangelio. Porque sabemos que Jesús prohibió a sus apóstoles ejercer el poder como lo ejercen los poderosos y gobernantes de este mundo (Mc 10, 43-45). Pero hoy nos encontramos con la curiosa contradicción de que los poderes democráticos de este mundo respetan los derechos de los seres humanos como no los respeta el sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. En consecuencia, hay que decir con toda claridad que el papa no tiene poder para actuar de manera que, de hecho, prive a los fieles católicos de sus derechos más fundamentales. No es, por tanto, ni una falsedad ni una exageración afirmar que el papado está cometiendo un abuso de poder para el que no está legitimado.

Pero hay más. Lo que acabo de explicar nos lleva derechamente al problema de fondo que se oculta en todo este asunto: ¿En nombre de qué Dios y con qué autoridad presuntamente divina se puede privar a los seres humanos de sus derechos más fundamentales? Mientras la Iglesia no responda a esta pregunta y mientras no resuelva este problema no tendrá credibilidad ni, por tanto, podrá cumplir con su misión y su razón de ser en este mundo.

Este libro, argumentado desde la documentación histórica y jurídica pertinente, pretende ser una introducción al estudio de cuestiones que obligan a la teología católica a repensar seriamente algunos de sus planteamientos más tradicionales, considerados como intocables.

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