martes, febrero 13, 2007

Malos toros parlamentarios

Malos toros parlamentarios

Permalink 13.02.07 @ 11:48:30. Archivado en Semántica, Pragmática, Poética, España, Pro justitia et libertate

Escribí esta crónica en caliente, un día después de asistir a la corrida de marras. La he dejado en borrador hasta hoy, porque no acababa de creerme lo que había sucedido. Sin embargo hoy, me decido a publicarla, porque un colega bloguero, benemérito promotor de concursos, me pide que participe en su mundial de fantasías cortas.

Lo hago porque para motivarme me dice que soy un "todoterreno de la escritura". Halagado por esta calificación, que al mismo Cervantes le halagaría, me decido a sacar del toril mi recuerdo, o mejor dicho: mi pesadilla. Me he contentado con cambiarle el título, que era "Dialogar no es monologar", y con reemplazar el sintagma de proximidad temporal "ayer tarde" por el de lejanía "aquella tarde".

Aquí va la crónica como ha quedado, transformada con el tiempo en lo que espero no pase de ser una fantasía, cuya catarsis contribuya a reavivar nuestra adormecida democracia parlamentaria.

-oOo-

Ni dialogar es monologar, ni parlamentar es torear.

Todo buen monólogo es un diálogo, mientras que todo mal diálogo es un monólogo malo.

Quienes tuvimos aquella tarde, a la hora clásica de las corridas de toros, la valentía de afrontar por televisión la sesión extraordinaria del congreso de los diputados, no sabíamos qué categorías emplear, para comprender lo que estaba pasando en el palacio del congreso de Madrid: ¿había que emplear categorías retóricas, estilísticas, pragmáticas, o más bien taurinas?

El espectáculo comenzó con dos monólogos, interrumpidos de vez en cuando por los aplausos e incluso por el levantamiento de sus sillones de la mitad corta de los espectadores del paraninfo, para cada uno de los monologantes la pequeña mitad suya propia.

El primero de los dos monologantes, que fue el presidente del gobierno, con la ayuda de un texto, que por la manera de leerlo y gesticularlo se veía que no era suyo, reconoció retóricamente un error cometido por él el día veintinueve de diciembre. Lo hizo con énfasis, aunque olvidando reconocer la cadena causal de errores imperdonables que habían hecho posible este error doblemente mortal. Como el error reconocido era colosal, el escenario que estaba leyendo tenía previsto que su mitad de oyentes aplaudiera, con pasión de confesores indulgentes e irresponsables, su confesión tardía del pecado de sobra conocido, no sólo por todos los oyentes de todo el paraninfo, sino por todos los españoles y por los numerosos observadores extranjeros del mundo entero.

El segundo de los dos monologantes, el jefe de la oposición, enunció en su monólogo, cuya autoría no es cuestionable, una serie muy precisa de preguntas que se referían con ejemplar precisión a la cadena causal de errores que habían hecho posible el colosal error del presidente del gobierno.

Al ser dos monólogos, aunque dirigidos el uno y el otro, sobre todo el primero, el del gran pecador arrepentido, menos a la atención de su adversario que al aplauso de su clientela respectiva, cabe compararlos al juego con la capa, que sirve de prólogo al toreo de cada uno de los toros durante una corrida. No creo que forcemos la alegoría al decir que cada uno de los dos monologantes se veía a sí mismo, el primero con mucho menos fundamento que el segundo, como el torero inteligente, capaz de embaucar al toro, y al otro como el pobre toro facilísimo de engañar, dada su falta de inteligencia.

A continuación de los dos monólogos, el primero de los dos monologantes tomó de nuevo la palabra como si hubiera tomado una pica y se dirigió al segundo, visto como su toro, no con la idea de responder a sus preguntas, sino con la intención de quitarle fuerza, a fuerza de pinchazos, inmediatamente aplaudidos por su clientela.

No os cuento más, sobre todo no os cuento la suerte suprema, porque el juego, que me pareció además de sucio paradójico, se repitió más de una vez, aunque con figurantes que reenforzaban al primero de los dos monologantes del comienzo, sin que el segundo pudiera replicar. O sea, que el segundo les sirvió de toro a todos, cuando de hecho tenía que haber figurado de matador. Así son de malas las cosas, cuando se traspapelan los papeles de un drama.

Era la tarde del catorce de enero, una mala tarde de toros, en la que el toreo fue reemplazado por el cruel espectáculo de dos picadores, uno de ellos con compinches, que se tomaban uno al otro por el toro.

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