viernes, noviembre 23, 2007

Para que no olvidemos a Fernán-Gómez 1/2

Para que no olvidemos a Fernán-Gómez 1/2

Permalink 22.11.07 @ 23:58:59. Archivado en Sobre el autor, Semántica, Pragmática, Sociogenética, Antropología, Educación, Teatro, Novela, Cine

«Me gustaría ser recordado; hoy por hoy me parece que con que se me recordase estaría satisfecha mi vanidad» (FFG).

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Imagen: Fernando Fernán-Gómez trabajando con Patricia Ferreira su papel como protagonista en el filme "Para que no me olvides"

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Fernando Fernán-Gómez nació en el seno del teatro, en Lima, el 28 de agosto de 1921, durante una gira por América de la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, compañía en la que trabajaba su madre, la actriz Carola Fernán Gómez. Su partida de nacimiento fue expedida días más tarde en Buenos Aires, atribuyéndole, en virtud del derecho del suelo, la nacionalidad argentina, nacionalidad que conservaría hasta que le fuera otorgada la nacionalidad española en 1984.

Llegó a España cuando tenía tres años y fue su abuela quien se encargó de su educación, en Madrid, calle de Álvarez de Castro, en el barrio de Chamberí, que es el escenario y al mismo tiempo el microcosmos de la guerra civil española en su obra Las bicicletas son para el verano. Su vocación infantil fue doble: la interpretación y la escritura. Si públicamente se inclinó por la carrera de actor, nunca dejó de escribir y, desde luego de leer.

Estudió Filosofía y Letras en Madrid, pero su verdadera vocación lo condujo al teatro, donde debutó como profesional en 1938 en la compañía de Laura Pinillos, tras haber representado algún que otro papel como actor incluso durante su época escolar. En efecto, tenía nueve años cuando debutó en una obra de su colegio como camarero. Desde 1934 integró grupos de teatro aficionado y el estallido de la Guerra Civil interrumpió sus estudios de Filosofía y Letras. Sin obtener dinero a cambio, motivado sólo por su pasión, entró en dos compañías. En el montaje de la obra de una de ellas fue descubierto por el dramaturgo Jardiel Poncela, que le dio un papel en una pieza de 1940. Enrique Jardiel Poncela lo descubrió en la compañía de Laura Pinillos, dándole su primera oportunidad al ofrecerle, en 1940, un papel como actor de reparto en su obra Los ladrones somos gente honrada.

Tres años después, en 1943, lo contrató la productora cinematográfica Cifesa, irrumpiendo así en el cine con la película Cristina Guzmán, dirigida por Gonzalo Delgrás. Por su aspecto, lo suyo no era hacer de galán. Partió haciendo comedia, pero luego derivó en un actor de carácter respetado. Al año siguiente le ofrecieron su primer papel protagonista en Empezó en boda (1944), de Raffaello Matarazzo. Fue el inicio oficial de su carrera, que sería triunfal.

Sin embargo, desde el comienzo sintió que su vocación iba más allá de la interpretación. Su primera película fue la comedia "Manicomio", de 1954, y dirigió 27 películas en total. En paralelo, nunca descuidó el teatro, como dramaturgo, como director y como actor. En los 80 comenzó a desarrollar su faceta de literato: escribió novelas, ensayos, fue columnista para periódicos como "ABC", "Diario 16" y "El País".

No aceptaba que se metieran en su vida privada. Se casó y se divorció de la cantante María Dolores Pradera, con quien tuvo dos hijos, Helena y Fernando. En 2000 se casó con la actriz Emma Cohen, con quien tenía una relación desde los años 70.

Un recuerdo muy personal, aunque un poco confuso en cuanto a la fecha precisa: en 1942, siendo yo un crío que iba a cursar o cursaba ya, en 1943-44, la escuela preparatoria en Málaga, por amistad de mis padres con el obispo, tuve la ocasión de ver a Fernando Fernán-Gómez rodando "La mies es mucha" en los palmerales de la finca de San José de los hermanos de San Juan de Dios, que servía en aquél entonces de manicomio, más que probablemente de presos políticos. La película narraba los infortunios del Padre Santiago, interpretado por Fernando Fernán-Gómez, misionero que se traslada a la India para ejercer su labor apostólica. Allí debe enfrentarse a unas condiciones de vida atroces y es testigo de la extrema pobreza en la que viven los nativos. La situación se ve agravada por una epidemia que terminará costándole la vida al misionero. La mies es mucha es una película española dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1948, típico ejemplo del cine religioso realizado en la época. El filme fue un enorme éxito de taquilla en su momento, y obtuvo los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos y Nacional del Sindicato del Espectáculo (Wikipedia).

El 19 de noviembre de 2007, el actor, director, guionista, escritor y académico de la lengua Fernando Fernán-Gómez, fue ingresado en el área de Oncología del madrileño Hospital Universitario La Paz, para ser tratado de una neumonía. Fallecía ayer, 21 de noviembre de 2007, a los 86 años de edad. El parte médico consignó como momento del fallecimiento las 18:00 horas y como causa inmediata una insuficiencia cardiorrespiratoria.

Figura por antonomasia del séptimo arte español, había recibido cuatro premios Goya; era premio Príncipe de Asturias de las Artes, premio Nacional de Cine y Teatro, premio Mariano de Cavia y Medalla de Oro de la Academia de Cine.

Marisa Paredes, presidenta de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, lo describió a la perfección durante la entrega de la décima Medalla de Oro: «Por anarquista, por poeta, por cómico, por articulista, por académico, por novelista, por dramaturgo, por único y por consecuente».

Colaborador de ABC desde abril de 1972, este periódico publica hoy el último de los casi doscientos artículos que Fernando Fernán-Gómez le envió a lo largo de treinta y cinco años.

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El Campo de las Calaveras
por FERNANDO FERNÁN-GÓMEZ
De la Real Academia Española

NO fue producto del sueño profundo, pero casi, casi. Fue producto de la duermevela. («Duermevela, DRAE: Sueño ligero en que se halla el que está dormitando».)

Los jugadores de uno de los equipos iban de blanco; los del otro, a rayas azules y blancas. Alrededor del campo de fútbol, un centenar, más bien más que menos, de espectadores, presenciaban de pie el partido de fútbol. («Fútbol, DRAE: Juego entre dos equipos de once jugadores cada uno, cuya finalidad es hacer entrar un balón por una portería conforme a reglas determinadas, de las que la más característica es que no puede ser tocado con las manos ni con los brazos».)

Entre los jugadores, unos metros alejado de la pelota, de la jugada, no corría, pero andaba a buen paso, un joven algo menos joven que los demás, que vestía una camiseta o blusa amarilla. Debía de ser el árbitro.

Pero, entonces ¿quién era ese otro joven que, bien plantado sobre el verde césped y también vestido de amarillo, apuntaba algo en un cuadernito? ¿Un árbitro suplente? ¿O se jugaba el partido con dos árbitros? ¿Era esto posible?

¿Y quiénes eran aquellos dos mozalbetes, que, emparejados y también de amarillo, entre aspavientos y vociferando, corrían hacia el lugar de la jugada, donde ya dos futbolistas, uno de blanco y el otro de azul y blanco, habían llegado a las manos, y otros, de ambos equipos, intentaban en vano separarlos? Quizás fueran auxiliares del árbitro. Mejor dicho: de los árbitros, si, como yo me preguntaba, era posible que éstos fueran dos.

En lo que intentaba resolver esa duda, la pelea se había generalizado y sobre el césped luchaban los once de blanco con los once de azul y blanco más algunos espectadores, bastantes, muchísimos, que se habían sumado al conflicto por cuestiones de barrio -que si Trafalgar, que si Cuatro Caminos-, de lugar de trabajo -que si Moneda y Timbre, que si el Ayuntamiento- o, simplemente, por espíritu deportivo -que si boxeo, que si catch as catch can, especie de lucha libre muy de moda en aquellos tiempos. (En el DRAE no viene, no registra este término.)

Para considerar algo verosímil este relato, apoyado en recuerdos muy verídicos -aunque también puede considerarse divagación- debe saber el paciente lector, por si además de paciente es receloso y teme ser engañado, que los futbolistas que en él han aparecido no eran futbolistas profesionales, sino aficionados. Líbreme Dios, y sus comisionistas en la Tierra, de pensar que los profesionales hubieran sido capaces de semejante comportamiento, y líbrenme además de difundir tal calumnia. Y también debe saber, por lo tanto, el inteligente lector, que el partido no era de Liga ni de Copa. Y que no tuvo lugar en el campo de fútbol de Chamartín, el profesionalísimo y lujosísimo Estadio Bernabéu, ni en el algo más modesto de Vallehermoso, sino en el Campo de las Calaveras.

Este terrorífico nombre, siempre que surge está pidiendo una explicación sobre sus orígenes, una explicación con apariencia de veraz.

O, cuando menos, algún comentario. Por no faltar a la regla recordaré que en tiempos hoy ya muy remotos, desde mediados hasta finales del siglo XIX, hubo en Madrid, entre la parte trasera de los Jardines del Canal de Lozoya, en la calle de Bravo Murillo, y la Avenida de la Reina Victoria, varios cementerios: el de la sociedad La Patriarcal y los llamados de San Martín, San Luis y San Ginés. Su demolición, ya en el siglo XX, dio lugar a una extensa zona de solares edificables, utilizada por el vecindario, mientras les iba llegando su hora, como lugar de esparcimiento, («Esparcimiento, DRAE: Conjunto de actividades con que se llena el tiempo libre».) en la que, según el rumor popular, con frecuencia se encontraban restos de esqueletos humanos. Y de ahí lo de «Campo de las Calaveras».

En este campo pelean los dos equipos, olvidados del más allá, pendientes únicamente del más acá, el inmediato más acá. Tienen dos únicos objetivos, alejados de cualquier otro: meter el balón en la portería del equipo enemigo y cerrar la portería propia, sin faltar a las reglas, pero de manera que el enemigo no consiga traspasarla. No importa saber cuál de los dos equipos tiene razón. No es eso lo que se dirime. Tampoco importa el hecho de que la práctica de ese deporte contribuya a la mejoría de la salud o que sea perjudicial para el cuerpo. A veces puede surgir la belleza en alguna jugada, pero si esa belleza no contribuye a que el balón entre en la portería contraria será tiempo perdido.

Terminó la duermevela. Soy un hombre despierto. Más o menos despierto. Todo lo despierto que se puede ser, o estar, en este mundo y este tiempo tan poblados por amas de cría cuidadosas, por psicoanalistas vigilantes, por profesores licenciados en múltiples enseñanzas, por políticos laboriosísimos.

Dejo atrás el mundo de los dormidos, arropados en sus sueños. Estoy ya en el mundo de los despiertos. Somos muy trabajadores. Para nosotros el trabajo es un placer. Estamos bastante bien preparados, muy preparados. Empezó nuestra preparación en la lejana infancia y no la abandonamos ni en la adolescencia ni en la juventud. Casi podría decir que estaba prohibido abandonarla. Poco importaba la ética. Ni la caridad.

Y mucho menos importaba ese personaje fantasmal de nuestra infancia al que las abuelitas y algún que otro sacerdote solían llamar «el prójimo».

Lo que importaba era meter gol al equipo contrario. Y que no metieran gol a nuesro equipo. En tiempos remotos, cuando éramos unos chicos que jugábamos en la calle, aprendimos que todo consistía en una guerra de letras: CEDA, UGT, CNT, FET y de las JONS... Y así hasta cerca de cincuenta.

El hombre mayor que había en las familias, incluso en las familias que no parecían familias, como podía considerarse la mía, se creía obligado a adiestrar a los chicos en rudimentos de ciencia política. En mi caso, este empleo honorífico le correspondió a mi tío Carlos, y aún recuerdo al hombre esforzándose en explicarme la diferencia entre sindicalismo y socialismo. Y cómo yo debía ser anarco-sindicalista, la FAI, porque los socialistas, el PSOE, estaban vendidos al capitalismo.

Pero,en resumidas cuentas, lo que sacaba yo en conclusión de sus enseñanzas era lo mismo que sacaban de las enseñanzas de sus mayores los otros chicos del barrio que jugaban y cambiaban opiniones conmigo en la calle y en el colegio: que había que meter gol -o goles, muchos goles- al equipo contrario y procurar que en nuestra portería nadie metiera ningún gol.

La ética, la caridad, la historia, la convivencia, el amor al prójimo, la igualdad, la paz... eran asignaturas de adorno.