miércoles, mayo 14, 2014

Homenaje a la Compañía de Jesús en el segundo centenario de su restauración


Este año estamos celebrando el doscientos aniversario de la restauración por la Santa Sede de la Compañía de Jesús. La excelente novela histórica de Pedro-Miguel Lamet “El último Jesuita” fue ya en 2011 el mejor homenaje que la literatura ha rendido hasta ahora a esta entrañable «Compañía de Jesús» con ocasión del segundo centenario de su restauración.
Si la «Compañía de Jesús» restaurada se ha convertido de nuevo en muy poco tiempo, como lo había sido antes de su supresión, en uno de los sistemas educativos más preferidos por los padres al escolarizar a sus hijos, incluidos mi mujer y yo mismo, es porque los padres deseamos que las virtudes promovidas por los Compañeros de Jesús, familiarmente llamados jesuitas, inspiren la aventura inédita de sus propias vidas.
El rigor histórico de las “novelas históricas” de Pedro-Miguel Lamet adopta en más de una ocasión el género novelesco como lo hace en ésta, para dar lugar en su historia novelada no solamente a lo verdadero, verificable documentalmente, sino también a lo verosímil, que es todo lo que desde el secreto de la conciencia de los personajes biografiados e historiados inspira sus acciones y que el historiador induce y deduce valiéndose de su propia sabiduría humanista, que en el caso de Pedro-Miguel Lamet es emblemática.
La generosa inspiración literaria y rigurosa exactitud histórica de la obra de Pedro-Miguel Lamet prefigura, en su proceder deontológicamente responsable de escritor jesuita, lo que el Padre General de la Compañía pedía a sus hermanos jesuitas y colaboradores voluntarios en su carta de 2013 sobre la mejor manera de celebrar este año 2014:
“Quiero repetir de nuevo lo que ya les pedí en mi anterior carta sobre el año 2014: que nuestra conmemoración de la Restauración - que comienza oficialmente el día 3 de enero, fiesta del Sacratísimo Nombre de Jesús, y concluye el día 27 de septiembre, aniversario de la confirmación de la Compañía en 1540 - evite cualquier señal de triunfalismo o de orgullo.
Espero sin embargo que, aun sencilla y modestamente, todas las comunidades, regiones y provincias de la Compañía hagan un esfuerzo por conmemorar este aniversario de modo memorable y lleno de significado a nivel personal y comunitario.
Contemplando este hito de nuestra historia como Compañía, demos humildemente gracias a Dios porque nuestra mínima Compañía sigue existiendo: porque nosotros mismos, miembros de la Compañía, seguimos encontrando en la espiritualidad de San Ignacio un camino hacia Dios; porque seguimos creciendo gracias al apoyo y el estímulo de nuestros hermanos en comunidad, porque experimentamos aún el privilegio y el gozo de servir a la Iglesia y al mundo, especialmente a los más necesitados, por medio de nuestros ministerios.
Pido a Dios que la conmemoración agradecida de este 200 aniversario de la restauración de la Compañía sea bendecida por una más profunda asimilación de nuestro modo de vida y por el compromiso cada más creativo, generoso y alegre de entregar nuestras vidas al servicio de la mayor gloria de Dios.”
Fuente : « Conmemoración del segundo centenario de la Restauración de la Compañía de Jesús», Adolfo Nicolás, S.I., Superior General
Roma, 14 de noviembre de 2013 Fiesta de San José Pignatelli
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Memoria de la expulsión de los jesuitas por Carlos III de 1767
◊ La Pragmática Sanción de Carlos III no daba otro argumento para expulsar a los miembros de la Compañía que motivos que el monarca “guardaba en su real ánimo”. ◊
Nunca, ni cuando la expulsión de los moriscos, se había llevado con tanto secreto una acción de este género en España.
Así, sin oponer la mínima resistencia, comenzaba el largo calvario de los jesuitas españoles por mar y tierra hacia lo desconocido.
Este drama hay que contextualizarlo en un siglo XVIII europeo, marcado por el Despotismo Ilustrado de las monarquías borbónicas, donde, a través del regalismo, los reyes querían controlar el poder de la Iglesia y principalmente a la Compañía de Jesús, por su cuarto voto de obediencia al Papa.
Sin dilación comenzaba el traslado de los jesuitas custodiados por las calles de las ciudades de forma humillante a golpe de tambor y rodeados de la milicia hacia las distintas «cajas» o puertos de embarque, antes de que hubiesen transcurrido veinticuatro horas desde el momento de la presentación del decreto.
En las ciudades por las que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total.
El viaje, en los barcos a vela de la época, pese a que se había previsto minuciosamente la intendencia, fue muy penoso. Hacinados en bodegas, comidos de insectos, mareados porque la mayoría no había navegado nunca, sufrieron lo indecible hasta llegar por diferentes rutas al puerto de Civitavecchia, en una travesía de unos sesenta o setenta días.
El rey, a pesar de ser piadoso e incluso de comunión diaria, actuó sin contar con el permiso de Clemente XIII. Sí tomó la medida de avisar al Pontífice de la decisión tomada inmediatamente después de ejecutarla.
Clemente XIII respondió diplomáticamente, y no quiso recibir a quienes habían sido durante siglos sus más acérrimos defensores; si bien, cuando supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios contestó con dureza a Carlos III mediante una bula, con la tajante respuesta de que no los iba a recibir en sus territorios.
Finalmente lograron desembarcar en los distintos «presidios» de Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767.
Entre los españoles desterrados se hallaban nombres famosos como el provincial Idiáquez, los hermanos Pignatelli, de los cuales José llegará a santo y servirá de puente hacia la restauración de la Orden; o el famoso escritor José Isla, un clásico de la literatura castellana por su obra satírica "Fray Gerundio de Campazas", considerado “el Quijote de los predicadores” y que indignó a los frailes por su crítica mordaz y humorística a los sermones “de campanillas” que abundaban en la época.
La situación era precaria en cuanto a víveres y habitación, agravada por encontrarse en medio del fuego cruzado de la guerra. Algunos alojamientos no eran sino almacenes de aceite, establos, casa en ruinas.
En noviembre, en Madrid se pensó que los comisarios reales españoles debían cumplir otra misión en la parte oriental de la isla: ganar la voluntad del francés Marbeuf en Bastia para que acogiera a la flota de los jesuitas americanos, de camino al destierro –desde las misiones de Iberoamérica tardaron un año de penosa navegación-, ya que el abastecimiento de los presidios de la costa occidental –Calvi, Algajola, Ajaccio, Bonifacio- estaba solucionado.
Mientras, las conversaciones entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el Papa finalmente accedió a que desembarcaran en Italia.
La Iglesia española se alineó, por intereses, con el rey, y la Iglesia de Roma fue en la práctica duramente presionada hasta la supresión. Aunque Clemente XIII los había defendido de palabra a través de documentos, a la hora de la verdad no los aceptó cuando el rey se los envió desterrados. Entre españoles, americanos y filipinos el número de los expulsos alcanzó la cifra de unos 5.000 hombres.
Se argumentó que el papa no los quiso aceptar porque esperaba que Carlos III se arrepintiera. El caso de su sucesor, Clemente XIV fue aún más cruel, ya que había sido elegido por presión de las cortes borbónicas con el “compromiso verbal” de extinguir a los jesuitas.
Este débil fraile franciscano, cuando obtuvo la tiara dio largas al asunto, atenazado por el miedo y por la responsabilidad de decretar la supresión de una orden tan numerosa e influyente. Las intrigas políticas desembocaron finalmente en la supresión de 1773.
◊ No toda la Iglesia aceptó igualmente esta decisión. ◊
Las consecuencias para la enseñanza y la cultura fueron funestas, y en Iberoamérica las manifestaciones de dolor por parte del pueblo muy frecuentes.
◊ Preservada en Polonia y la Rusia Blanca, cuarenta años después la Compañía de Jesús fue restaurada por Pío VII en 1814. ◊
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◊ El Calvario de los jesuitas españoles ◊
por Pedro Miguel Lamet, S.J.
Con el máximo sigilo y amparados por las sombras de la madrugada, los soldados se deslizaban hasta rodear los colegios y residencias de todos los jesuitas españoles el dos de abril 1767, menos en Madrid, ciudad donde la operación militar se llevó a cabo el 31 de marzo. Nunca, ni cuando la expulsión de los moriscos, se había llevado con tanto secreto una acción de este género en España.
La irrupción consistía en llamar a la puerta, a veces incluso mediante el engaño de solicitar los sacramentos para un moribundo. Luego los soldados penetraban con la bayoneta calada, como si de detener forajidos se tratara, en las casas de la Compañía. Acto seguido ordenaban que toda la comunidad se reuniera en el refectorio y allí se daba lectura a la Pragmática Sanción del rey Carlos III que disponía extrañar a todos los jesuitas de los reinos españoles. Controlados en todo momento, no se les dejaba ni celebrar misa, y sólo podían llevar en su exilio una muda y el breviario. Previamente se había montado toda una complicada logística con la Armada que tenía dispuestos barcos de guerra y otras embarcaciones alquiladas en diversos puertos españoles para conducir a los padres y hermanos al destierro. Así, sin oponer la mínima resistencia, comenzaba el largo calvario de los jesuitas españoles por mar y tierra hacia lo desconocido.
Este drama hay que contextualizarlo en un siglo XVIII europeo, marcado por el Despotismo Ilustrado de las monarquías borbónicas, donde, a través del regalismo, los reyes querían controlar el poder de la Iglesia y principalmente a la Compañía de Jesús, por su cuarto voto de obediencia al Papa. Entonces los jesuitas se encontraban en el cenit de su influjo en la sociedad de la época. Habían sido confesores de reyes, controlaban el mundo de la educación y las misiones americanas, tema de litigio por el Tratado de Madrid, mientras el gobierno había estado en manos de nobles hasta el momento, formados en colegios de la Compañía. Precedentes habían sido las expulsiones de Portugal (1759) y Francia (1762), cuyos principales protagonistas fueron el marqués de Pombal y el ministro Choisseul.
En España la irrupción en la política de ministros manteístas (así se denominaba por su forma de vestir a los no nobles que habían accedido a la educación, frente a los escolares o nobles), se estableció una persecución vengativa contra la Compañía y sus amigos. Influyeron especialmente los ministros Roda, Campomanes, Grimaldi, Aranda, Moñino y el confesor padre Eleta. A la decisión contribuyeron sin duda una serie de temas teológicos (jansenismo, doctrina del probabilismo); cuestiones políticas, como el Monitorio de Parma; la discutida causa de canonización del obispo Palafox, y una serie de calumnias, como que los jesuitas habían instigado en Madrid el famoso Motín de Esquilache; que poseían un imperio en América, cuyo rey sería un tal Nicolás I con un ejército de esclavos dispuesto a invadir Europa; o el miedo feroz de Carlos III, que huyó del Motín hasta Aranjuez, y al que habían calentado las orejas sus ministros, especialmente Bernardo Tanucci desde Nápoles.
Para hacer borrar del mapa de España a la Compañía se creó un Consejo Extraordinario y una Pesquisa Secreta que desembocaron en la Pragmática Sanción, que no daba otro argumento para expulsar a los miembros de la Compañía que motivos que el monarca “guardaba en su real ánimo”.
Se añadían providencias sobre la ocupación de las “temporalidades” o posesiones de la Orden. Se disponía que de la masa general, que se formara de los bienes de la Compañía, se separaría una pequeña parte de ella y se asignaría a cada jesuita, cien pesos anuales de por vida, si es sacerdote, y a los hermanos, noventa. De esta pensión se exceptuaban tanto extranjeros como novicios. No faltaba la amenaza de quitar la asignación a quien eludiera el destierro, o si se daban otros motivos que incomodaran a la Corte, como escribir o hablar acerca de la medida tomada. Recibirían la pensión en dos pagas anuales, que por la devaluación acabaría por no bastarles ni para comer. Tal pensión sirvió como una manera de tranquilizar la conciencia del piadoso monarca y de controlar de cerca a los expulsos aun fuera de España.
Ninguno de los profesos, aunque abandonaran la Compañía, podría volver a la patria, sin permiso especial del Rey, y en caso de lograrlo estaría obligado a prestar juramento de fidelidad y de que no defendieran en manera alguna, ni en privado, a la Compañía, so pena de ser tratados como reos de Estado.
Los seglares que tenían carta de hermandad con la Compañía debían entregarla y se amenazaba con castigos de “reos de lesa majestad” a quienes mantuvieran correspondencia con los jesuitas, lo que estaba absolutamente prohibido. Muchos prefirieron abandonar el país.
Las normas fueron especialmente duras con los novicios. Se les amenazó bajo pecado mortal y otras coacciones a que abandonaran la Compañía; se les tentó con ingresar en otras órdenes; se les abandonó en el campo sin ayuda y fueron separados de los Padres. A pesar de ello la mayoría corrió a los puertos a sufrir con sus mayores la expulsión.
En cada casa, una vez que era ocupada por las fuerzas armadas y que los notarios dieran lectura del decreto, procedían a pasar lista para comprobar si había algún jesuita ausente. Luego provinieron requisar los caudales y a inventariar los diferentes bienes. Desde ahí sin dilación comenzaba el traslado de los jesuitas custodiados por las calles de las ciudades de forma humillante a golpe de tambor y rodeados de la milicia hacia las distintas «cajas» o puertos de embarque, antes de que hubiesen transcurrido veinticuatro horas desde el momento de la presentación del decreto. La tropa los acompañó durante todo el trayecto.
En las ciudades por las que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total. Únicamente quedaron en España los procuradores de las diferentes casas de la Compañía, a fin de finalizar los inventarios ante los agentes del fisco. Una vez acabada esta labor, zarparon inmediatamente al exilio. Casas, libros, obras de arte se confiscaron o malvendieron. Hasta se borró el anagrama JHS labrado en piedra en las fachadas y se suprimieron de los templos las imágenes propias de la devoción de la Compañía, como las del Sagrado Corazón y Nuestra Señora de la Luz.
El viaje, en los barcos a vela de la época, pese a que se había previsto minuciosamente la intendencia, fue muy penoso. Hacinados en bodegas, comidos de insectos, mareados porque la mayoría no había navegado nunca, sufrieron lo indecible hasta llegar por diferentes rutas al puerto de Civitavecchia, en una travesía de unos sesenta o setenta días. De todo ello se conservan varios y minuciosos diarios. El más voluminoso es del padre Manuel Luengo, que se compone de 63 volúmenes y 35.000 páginas manuscritas redactado durante 49 años y que admirablemente conservó consigo hasta su muerte. (Está siendo publicado en España gracias al trabajo de los historiadores Inmaculada Fernández Arrillaga e Isidoro Pinedo, S.J.). Otros diarios valiosos son los de los padres Tienda, Pérez, Peramás, Puig y Larraz.
El rey, a pesar de ser piadoso e incluso de comunión diaria, actuó sin contar con el permiso de Clemente XIII. Sí tomó la medida de avisar al Pontífice de la decisión tomada inmediatamente después de ejecutarla. El monarca se cuidó mucho de indicarle que los exiliaba a los Estados Pontificios. Tampoco lo sabían al principio los jesuitas.
Clemente XIII respondió diplomáticamente, y no quiso recibir a quienes habían sido durante siglos sus más acérrimos defensores; si bien, cuando supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios contestó con dureza a Carlos III mediante una bula (con la frase “¿Tú también, hijo mío?” de Julio César al morir a manos de Bruto), con la tajante respuesta de que no los iba a recibir en sus territorios. De hecho en Civitavecchia los exiliados se tropezaron con los cañones del Papa, negándoles la entrada. Los argumentos papales eran que sus Estados atravesaban momentos de aguda carestía, temían alteraciones de orden público y estaban saturados de los jesuitas portugueses y franceses que malvivían a expensas del erario pontificio.
Ante esta negativa, el ministro español Grimaldi planteó abandonarlos por la fuerza en tierras del Papa. Pero el rey se negó. Entonces, se planteó la posibilidad de descargar a los jesuitas en la isla de Elba, hasta que apareció la opción de dejarlos en Córcega, a la sazón en plena guerra con tres frentes en litigio: La República de Génova a cuya soberanía pertenecía la isla; las fuerzas del rebelde independentista Paoli, y Francia, que apoyaba a Génova, puesto que ésta carecía del contingente necesario para hacer frente al levantamiento. Por lo tanto la isla era un polvorín.
Entre los jesuitas cundía la desolación tras el fracaso del desembarco en Civitavecchia. Además, los patronos de los barcos sólo habían sido contratados para el viaje al citado puerto, y tenían compromisos comerciales posteriores. Muchos jesuitas pasaron a otros navíos, en los que se hacinaron aún más. Navegaron finalmente hacia Córcega. Llegaron a Bastia, donde las tropas francesas también les impidieron el desembarco. Los navíos estuvieron rodeando la costa corsa durante varios meses, afrontando el calor del verano, enfermedades y frecuentes tormentas. Varios jesuitas sucumbieron durante la travesía.
Finalmente lograron desembarcar en los distintos «presidios» de Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767. Allí pasaron más de un año, en unas condiciones lamentables. En la isla los jesuitas expulsos se distribuyeron por provincias y mantenían en lo posible la enseñanza de la filosofía y la teología a los jóvenes y la distribución de la vida comunitaria con sus respectivos superiores.
Entre los españoles desterrados se hallaban nombres famosos como el provincial Idiáquez, los hermanos Pignatelli, de los cuales José llegará a santo y servirá de puente hacia la restauración de la Orden; o el famoso escritor José Isla, un clásico de la literatura castellana por su obra satírica "Fray Gerundio de Campazas", considerado “el Quijote de los predicadores” y que indignó a los frailes por su crítica mordaz y humorística a los sermones “de campanillas” que abundaban en la época.
La situación era precaria en cuanto a víveres y habitación, agravada por encontrarse en medio del fuego cruzado de la guerra. Algunos alojamientos no eran sino almacenes de aceite, establos, casa en ruinas. Otros religiosos pudieron instalarse en viviendas abandonadas por sus habitantes que habían huido al interior de la isla. Los alimentos eran escasos, de baja calidad y muy costosos, por la inflación y especulación, dada la presión demográfica provocada por el inesperado aumento de población. Para colmo, los recién llegados debían pagar en las iglesias para celebrar misa.
A partir del 21 de julio los que no habían tenido cabida en Calvi entraron en su recinto amurallado, con el temor de introducirse en una ratonera, por el anunciado ataque corso. Muchos jesuitas andaluces prefirieron el arrabal y las casas de campo cercanas a las dos fuentes de agua. Los de Algajola sí se pudieron instalar en la ciudad, al coincidir el desembarco con la marcha de las tropas francesas y la entrada de los corsos que se aprestaron a ocupar la población.
Esta situación perduró los meses de julio y agosto, pues el 3 de septiembre se firmaba un armisticio entre corsos y franceses, que se prolongaría hasta mayo de 1768. Esto permitió la liberalización de las vías de comercialización con el interior de Córcega y el continente.
En noviembre, en Madrid se pensó que los comisarios reales españoles debían cumplir otra misión en la parte oriental de la isla: ganar la voluntad del francés Marbeuf en Bastia para que acogiera a la flota de los jesuitas americanos, de camino al destierro –desde las misiones de Iberoamérica tardaron un año de penosa navegación-, ya que el abastecimiento de los presidios de la costa occidental –Calvi, Algajola, Ajaccio, Bonifacio- estaba solucionado. Las funciones de los nuevos comisarios reales serían vigilar a los jesuitas, anotar sus fallecimientos y huidas, interrogarlos sobre dudas acerca de los caudales de las temporalidades, y controlar su correspondencia.
Mientras, las conversaciones entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el Papa finalmente accedió a que desembarcaran en Italia. Allí, los jesuitas se desperdigaron por poblaciones como Bolonia, Ravena, Forli o Historia Ferrara. En estas legaciones vivieron hasta 1773-74.
La ruta más común fue ir al Noreste cruzando los Apeninos, hacia la llanura del Po, atravesando las posesiones de Génova, y las de los ducados de Parma y Módena. El itinerario comenzaba en Sestri de Levante, a pie por los Apeninos ligures, sorprendidos por fuertes tormentas. Siguiendo el cauce del Taro, pasaron por Borgo di Taro, donde algunos consiguieron cabalgaduras, por Fornovo di Taro, Parma, Reggio, Módena, hasta llegar a Castelfranco, para penetrar en los Estados Pontificios.
Allí llegó el primer grupo de jesuitas americanos el 12 de septiembre, y de allí se fueron dispersando por la Romaña, despertando la curiosidad de los italianos y generando una serie de problemas prácticos a fin de que las distintas ciudades pudieran absorber a esta masa de clérigos que llegaba en sucesivas oleadas. Los detalles de las penurias del viaje, el maltrato de los franceses y los intentos de extorsión para sacarles el dinero de las pensiones, así como los silencios culpables de los cónsules españoles y la fría acogida de los jesuitas genoveses, junto con otras anécdotas y detalles de esta peregrinación pueden leerse con detalle en los citados diaristas.
La Iglesia española se alineó, por intereses, con el rey, y la Iglesia de Roma fue en la práctica duramente presionada hasta la supresión. Aunque Clemente XIII los había defendido de palabra a través de documentos, a la hora de la verdad no los aceptó cuando el rey se los envió desterrados. Entre españoles, americanos y filipinos el número de los expulsos alcanzó la cifra de unos 5.000 hombres.
Se argumentó que el papa no los quiso aceptar porque esperaba que Carlos III se arrepintiera. El caso de su sucesor, Clemente XIV fue aún más cruel, ya que había sido elegido por presión de las cortes borbónicas con el “compromiso verbal” de extinguir a los jesuitas.
Este débil fraile franciscano, cuando obtuvo la tiara dio largas al asunto, atenazado por el miedo y por la responsabilidad de decretar la supresión de una orden tan numerosa e influyente. Las intrigas políticas desembocaron finalmente en la supresión de 1773.
En este último proceso fue decisivo el papel del embajador de España, José Moñino, recompensado luego con el título de conde de Floridablanca, que llegó a comprar con prebendas y sumas cuantiosas al confesor, otros prelados y amigos del Pontífice. Su acoso psicológico al Papa, tal como aparece en su abundante correspondencia con Madrid, acabó destrozando el ánimo y la salud de Clemente XIV, que concluyó firmando el breve (no bula) "Dominus ac redentor", que suprimía en toda la Iglesia la Compañía de Jesús. La tesis de que murió envenenado por los jesuitas se probó tan falsa que hasta sus peores enemigos, como el propio Tanucci, sostuvieron que en realidad sucumbió a un auto-envenenamiento mental por miedo y angustia.
◊ No toda la Iglesia aceptó igualmente esta decisión. ◊
Las consecuencias para la enseñanza y la cultura fueron funestas, y en Iberoamérica las manifestaciones de dolor por parte del pueblo muy frecuentes.
Resulta ejemplar que en tales circunstancias sólo el veinte por ciento de los jesuitas expulsados abandonaron la Compañía. Algunos en medio de esas tragedias lograron alcanzar la santidad como fue el caso del citado José Pignatelli. Otros muchos, aun después de extinguida la orden, contribuyeron con sus estudios, libros e investigaciones al florecimiento de la cultura en Italia y otras partes del mundo, como estudió profusamente el padre Miquel Batllori.
◊ Preservada en Polonia y la Rusia Blanca, cuarenta años después la Compañía de Jesús fue restaurada por Pío VII en 1814. ◊
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Este artículo narra la historia de la dramática persecución contra la Compañía de Jesús en tiempos de Carlos III (1716-1788). Los hechos están tomados del libro del P. Pedro Miguel Lamet: El último jesuita (Novela histórica), edición La Esfera de los Libros, Madrid, 2011.
Imagen 1: Retrato de Carlos III (Madrid, 20 de enero de 1716 – † Madrid, 14 de diciembre de 1788)
Artista: Anton Raphael Mengs (1728–1779)
Título: Retrato de Carlos III de España (1716-1788)
Fecha: cerca de 1760
Técnica: óleo sobre tela
Ubicación actual: Desconocida
Imagen 2: Retrato en la portada de la biografía de San José Pignatelli, S.J. (Zaragoza, España, 27 de diciembre de 1737 - † Roma, Italia, 15 de noviembre de 1811)
Imagen 3: Retrato del escritor José Francisco de Isla, S.J. (Vidanes, León, 25 de abril de 1703 – † Bolonia, 2 de noviembre de 1781), un clásico de la literatura castellana por su obra satírica "Fray Gerundio de Campazas", considerado “el Quijote de los predicadores” y que indignó a los frailes por su crítica mordaz y humorística a los sermones “de campanillas” que abundaban en la época.
Imagen 4: Retrato de Catalina II (Szczecin (Stettin, Pomerania, actualmente Polonia, 2 de mayo de 1729 - † San Petersburgo, Imperio ruso, 17 de noviembre de 1796 según el calendario gregoriano). Esta emperatriz preservó la Compañía de Jesús en Rusia.
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