El padre Yesumarian ha vivido en primera persona desde su nacimiento la condición de intocable.
La intocabilidad, forma y expresión cruel del sistema de castas, le ha impedido incluso comer, cuando tenía 17 años, durante una gran sequía en la región donde vivía con su familia.
En aquél momento crucial de su vida, la intocabilidad había aumentado la pobreza de su familia y humillado a su madre en el mercado público, donde vendía la leche de su vaca, sirviendo de pretexto para no aceptar el fruto de su trabajo, el haber descubierto la clientela su condición de intocable.
Esta experiencia límite sirvió a la familia para darse cuenta, frente a la crueldad de la evidente marginación vital, de que la sociedad india no solamente no los trataba como seres humanos, sino que ni siquiera los consideraba como tales.
Las reflexiones que surgieron en el joven Yesumarian, al afrontar aquella experiencia, no le llevaron a un sentimiento de revancha, a pesar de sus lágrimas, sino que más bien alimentaron dentro de su conciencia la vocación de sacerdote jesuita, para poder trabajar con y entre las víctimas de aquella deshumanización en la perspectiva de su dignificación humana:
“quería ser sacerdote en la Compañía de Jesús para poder trabajar con y entre las víctimas de aquella deshumanización. Durante toda mi formación estuve en contacto con esas situaciones y sus víctimas para mantener vivo ese espíritu.”
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CÓMO VIVO MI FE ENTRE LOS MARGINADOS
por L. Yesumarian, SJ
Tenía que recorrer 10 km cada día para ir al cole. En mi último año de secundaria -cuando tenía 17 años- hubo una gran sequía en la región. La gente estaba amenazada por el hambre, luchaba por conseguir agua potable y mi familia sufría las consecuencias de esta situación. Apenas comíamos una vez al día, ver el arroz en la mesa era como ver al mismo Dios y que todos pudiéramos tener una comida completa era una experiencia de su gracia.
En aquel tiempo se celebró por primera vez el ‘Mercado de fin de semana’ a tres km de mi pueblo. Nuestra vaca podía ser una fuente de ingresos para nuestra familia, así que mi madre la ordeñó para llevar la leche al mercado y venderla. En media hora vendió la leche, que gustó mucho a sus consumidores. Con el dinero que obtuvo, compró un poco de arroz y verduras frescas y, así, después de mucho tiempo, pudimos tener todos una comida completa. Aquella noche dormimos bien.
La semana siguiente mi madre preparó de nuevo la leche con más cuidado aún que la primera vez y la llevó al mercado. Por la noche esperábamos su regreso ansiosos, para poder cenar. Esperamos y esperamos, pero para nuestra decepción mi madre volvió con toda la leche que había llevado por la mañana al mercado, sin haber vendido ni siquiera un vaso. Al preguntarle qué había pasado, dijo con lágrimas en los ojos: “La semana pasada, como era el primer día que estaba allí, no me identificaron, pero ahora la gente sabe que soy una mujer intocable y nadie quiere ya la leche que vendo”. Nos bebimos la leche que había traído de vuelta y nos fuimos a la cama. Me quedé sin dormir en toda la noche. Estaba inquieto y lloraba lleno de emociones.
La intocabilidad, forma y expresión cruel del sistema de castas, me había impedido comer, había aumentado mi pobreza y humillado a mi madre. Nos dábamos cuenta de que la sociedad india no nos trata como seres humanos, ni nos considera tales. Aquella experiencia y las reflexiones que surgieron en mí no me llevaron a un sentimiento de revancha, sino que más bien alimentaron la vocación dentro de mí: quería ser sacerdote en la Compañía de Jesús para poder trabajar con y entre las víctimas de aquella deshumanización. Durante toda mi formación estuve en contacto con esas situaciones y sus víctimas para mantener vivo ese espíritu.
Después de mi ordenación empecé a vivir y a trabajar con los pobres, los marginados y los dalits, tratando de que tomaran conciencia de su situación, promoviendo y protegiendo los derechos humanos, creando redes y solidaridad con las masas de oprimidos. He puesto todo mi empeño en la construcción de iniciativas como el Movimiento Dalit, el Movimiento de los Dalits Cristianos o el Movimiento de los Trabajadores. Considero que en el contexto de la India los movimientos son un símbolo de esperanza y un signo del Amor de Dios. Me he dado cuenta y he experimentado que un movimiento social de los pobres es un canal de la gracia del Dios que salva y libera.
En una de las luchas por defender el derecho a la tierra de los dalits en que participé, me detuvieron, me desnudaron, me torturaron y me metieron en la cárcel (en realidad, varias veces he sido encarcelado por mi solidaridad con los dalits y los marginados). Durante el cautiverio uno de los policías se acercó y me dijo: “Pareces un hombre inteligente y con muchas capacidades. ¿Por qué gastas tu vida y tus talentos con esa gente -los intocables, etc.-, en lugar de fundar un colegio que podría ser útil para nosotros y por lo cual te estaríamos agradecidos?”
Aquel hombre me decía con ello que los talentos y la inteligencia debían ser puestos al servicio exclusivo de gente con privilegios e influencia. A los marginados, dalits y gente pobre, nunca debería permitírseles alcanzar lo mejor. Aquella detención fue para mí un momento de gracia que me llevó a comprometerme más a fondo con la causa de los pobres, los marginados y los dalits. Utilizar los mejores medios en su favor es un reto en el contexto cultural indio, que se rige por el sistema de castas. Me doy cuenta y experimento que la creación de movimientos populares constituye una respuesta a ese desafío.
Participar en las luchas del movimiento popular me dio una sensación de liberación, me sentí santificado. Implicarme en esa lucha dio un sentido nuevo a la lectura de la Sagrada Escritura, a los Ejercicios Espirituales y a la celebración de la Eucaristía. Me dio energía y me hizo entender mejor el universo.
En la medida en que me implico más en el movimiento popular me siento atraído hacia la oración de la generosidad: “sin medir el coste, sin reparar en las heridas, sin buscar descanso, trabajando sin pedir recompensa”. Pido al Señor que me haga capaz de entregarme del todo a los pobres por ser ellos los que me liberan y me salvan: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
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Patxi Álvarez SJ, Director Responsable
Xavier Jeyaraj SJ, Redactor
Secretariado para la Justicia Social y la Ecología, Borgo S. Spirito 4, 00193 Roma, Italia
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